Todos los días era lo mismo: cada mañana se levantaba y miraba aquella fotografía que le cambió la vida. Después, sin esperanza alguna, encendía la cafetera, aquel olor amargo le recordaba a su abuela y su manía de no poder tomar el desayuno en la cama. Cuando el café estaba hecho, se sentaba en la mesa y, mientras calentaba sus frías manos apoyándolas en la taza, leía el periódico con la esperanza de toparse con alguna señal. Sin embargo, ese día no era diferente. Miró a su alrededor, vio a Esquizo, que como siempre estaba dormido, movió su terrario agresivamente y de nuevo la fotografía volvió a su cabeza; -«oh, Esquizo, ojalá algún día podamos pisar esa nave»- dijo a su pobre iguana que la miraba con ojos de indiferencia.
Salió de casa y se dirigió al trabajo. El capitán estaba con aquella petaca que robó cuando tenía cinco años. Siempre llena de vodka, porque decía que los verdaderos piratas usaban el ron como combustible para su barco. La nave era vieja, estaba destrozada y, a los ojos de Anabel, no iba a aguantar más ningún mar por surcar. Se dirigió a proa, donde se encontraba el mirlo del capitán (según este, los verdaderos piratas utilizan loros como combustible para su tripulación). No había mucho que hacer en el barco, por lo que Anabel se pasaba los días mirando, desde lo más alto, el puerto y al final, al atardecer, vuelta a terminar, vuelta a casa.
Esquizo se había vuelto a dormir, el café seguía en la taza y, como el resto del año, lo tiró por la ventana.
La fotografía continuaba ahí.
Se topó por primera vez con esa imagen cuando cumplía veinticinco años, era un día de primavera y había decidido ir a visitar a su madre, que le dijo que le tenía preparada una sorpresa muy especial. Anabel fue verla con la esperanza de que dicha sorpresa fuese una rica tarta de manzana. No obstante, cuando llegó a la casa, su desilusión fue enorme: no había tarta alguna, sino una iguana que la recibió como la recibiría el resto de su vida juntas: durmiendo. Volvió en tren a casa, con Esquizo en brazos, y en el asiento de al lado la descubrió: esa fotografía en blanco y negro en la que se ilustraba una nave espacial. La escondió en su abrigo, volvió a casa y decidió comenzar a trabajar en aquel barco que había visto el día anterior; al fin y al cabo, también era una nave.
Anabel se durmió. Al día siguiente, miró como siempre la fotografía, encendió la cafetera y, mientras calentaba sus manos frías, leyó el periódico del día buscando alguna señal. Pero ese día tampoco era diferente. Movió el terrario de Esquizo, recordó la fotografía, salió de casa y fue al trabajo. El barco seguía igual de mal, la tripulación continuaba haciendo nada, buscó al capitán y, de repente la vio: aquella petaca de siempre, pero esta vez sin vodka y sin una mano que la sujetase. Entonces lo supo: el capitán se había ido (algunos dicen que se fue al bar más lejano a beber agua, otros que se fue al río en busca de una rana). Anabel cogió la petaca, la guardó en su abrigo y volvió a casa.
Eran las 12 de la mañana así que Esquizo estaba despierto porque su estómago estaba hambriento y no había nada mejor que aquella lechuga que Anabel le tiraba cada mañana. Nunca le había visto comer, así que a Anabel aquel movimiento de mandíbula le pareció lo más asombroso y mágico que había observado en mucho tiempo. Anabel se sentó en la mesa y esta vez decidió beberse el café, que ya estaba helado. Miró el periódico y se fijó en un anuncio del que no se había percatado esa mañana. Se buscaban trabajadores para una nave espacial, que se parecía muy difusamente a la nave de su fotografía. Cogió a Esquizo en brazos y salió corriendo de casa. Llegó a su nuevo puesto de trabajo, con Esquizo durmiendo placenteramente, se quedó quieta debajo de la puerta, miró a las escaleras y ahí estaba él, su nuevo jefe: el capitán de la anterior nave, esta vez con una cantimplora en la mano (llena de ron), que algunos dicen que robó cuando tenía cinco años.